Pero lo que no habia esperado eran las caras: las caras de las mujeres. Los rostros de los hombres eran lo que cabia imaginar; famosos o no famosos, los hombres parecen..., bueno, eso, hombres. Hombres de cuarenta, cincuenta y sesenta anos. Hombres con dinero, bien cuidados, sin grandes preocupaciones. Hombres que pasan las vacaciones en un lugar donde el sol esta asegurado, y a quienes les gusta la ginebra. Pero las mujeres: oh, las mujeres parecen todas iguales. Las pocas veinteaneras o de treinta y pocos no contaban. A esa edad parecen normales. Pero, cuando se acercan a los treinta y cinco, treinta y seis, treinta y siete, empiezan a aparecer los primeros rasgos de homogeneidad. Labios que no se deterioran como seria de esperar, labios que parecen inflarse hacia arriba y hacia fuera, de forma ilogica, con el mohin de Elvis. Frentes brillantes, estiradas. Algo indefinible, pero definitivamente extrano en las mejillas y en la mandibula. Ojos estaticos muy abiertos, como si estuvieran en Harley Street[168] y acabaran de ver su ultima factura. Es como si sus criadas de Europa del Este les hubieran lavado y planchado el vestido, el abrigo y la cara, todo al mismo tiempo. Como si en el lavadero, a las once de la noche, las caras de estas mujeres durmieran colgadas de perchas de palisandro, rociadas con aroma de verbena.