Recorria sin descanso la inmensidad del sur con su pequeno ejercito, adentrandose en los bosques humedos y sombrios, bajo la alta cupula verde tejida por los arboles mas nobles y coronada por la soberbia araucaria, que se perfilaba contra el cielo con su dura geometria. Las patas de los caballos pisaban un colchon fragante de humus, mientras los jinetes se abrian camino con las espadas en la espesura, a ratos impenetrable, de los helechos. Cruzaban arroyos de aguas frias, donde los pajaros solian quedar congelados en las orillas, las mismas aguas donde las madres mapuche sumergian a los recien nacidos. Los lagos eran pristinos espejos del azul intenso del cielo, tan quietos, podian contarse las piedrecillas en el fondo. Las aranas tejian sus encajes, perlados de rocio, entre las ramas de robles, arrayanes y avellanos. Las aves del bosque cantaban reunidas, diuca, chincol, jilguero, torcaza, tordo, zorzal, y hasta el pajaro carpintero, marcando el ritmo con su infatigable tac-tac-tac. Al paso de los caballeros se levantaban nubes de mariposas y los venados, curiosos, se acercaban a saludar. La luz se filtraba entre las hojas y dibujaba sombras en el paisaje; la niebla subia del suelo tibio y envolvia el mundo en un halito de misterio. Lluvia y mas lluvia, rios, lagos, cascadas de aguas blancas y espumosas, un universo liquido. Y al fondo, siempre, las montanas nevadas, los volcanes humeantes, las nubes viajeras. En otono el paisaje era de oro y sangre, enjoyado, magnifico. A Pedro de Valdivia se le escapaba el alma y se le quedaba enredada entre los esbeltos troncos vestidos de musgo, fino terciopelo. El Jardin del Eden, la tierra prometida, el paraiso. Mudo, mojado de lagrimas, el conquistador conquistado iba descubriendo el lugar donde acaba la tierra, Chile.