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Alberto caminaba de vuelta a su casa, ensimismado, aturdido. El invierno moribundo se despedia de Miraflores con una subita neblina que se habia instalado a media altura, entre la tierra y la cresta de los arboles de la avenida Larco: al atravesarla, las luces de los faroles se debilitaban, la neblina estaba en todas partes ahora, envolviendo y disolviendo objetos, personas, recuerdos: los rostros de Arana y el Jaguar, las cuadras, las consignas, perdian actualidad y, en cambio, un olvidado grupo de muchachos y muchachas volvia a su memoria, el conversaba con esas imagenes de sueno en el pequeno cuadrilatero de hierba de la esquina de Diego Ferre y nada parecia haber cambiado, el lenguaje y los gestos le eran familiares, la vida parecia tan armoniosa y tolerable, el tiempo avanzaba sin sobresaltos, dulce y excitante como los ojos oscuros de esa muchacha desconocida que bromeaba con el cordialmente, una muchacha pequena y suave, de voz clara y cabellos negros