Compadecemos al ciego que nunca ha visto la luz del dia, al sordo que nunca ha oido los acordes de la naturaleza, al mudo que nunca ha podido expresar la voz de su alma, y, so pretexto de un falso pudor, no queremos compadecer esa ceguera del corazon, esa sordera del alma, esa mudez de la conciencia, que enloquecen a la desgraciada afligida y sin querer la hacen incapaz de ver el bien, de oir al Senor y de hablar la lengua pura del amor y de la fe.