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En la epoca que nos ocupa reinaba en las ciudades un hedor apenas concebible para el hombre moderno. Las calles apestaban a estiercol, los patios interiores apestaban a orina, los huecos de las escaleras apestaban a madera podrida y excremento de rata; las cocinas, a col podrida y grasa de carnero; los aposentos sin ventilacion apestaban a polvo enmohecido; los dormitorios, a sabanas grasientas, a edredones humedos y al penetrante olor dulzon de los orinales. Las chimeneas apestaban a azufre; las curtidurias, a lejias causticas; los mataderos, a sangre coagulada. Hombres y mujeres apestaban a sudor y a ropa sucia; en sus bocas apestaban los dientes infectados, los alientos olian a cebolla y los cuerpos, cuando ya no eran jovenes, a queso rancio, a leche agria y a tumores malignos. Apestaban los rios, apestaban las plazas, apestaban las igelsias y el hedor se respiraba por igual bajo los puentes y en los palacios. El campesino apestaba como el clerigo; el official de artesano, como la esposa del maestro; apestaba la nobleza entera y, si, incluso el rey apestaba como un animal carnicero y la reina como una cabra vieja, tanto en verano como en invierno.