La necesidad de una mujer que cure la soledad del asesinato --dijo el emperador, rememorando--. Que borre la culpabilidad de la victoria o la vanagloria de la derrota, aquiete el temblor de los huesos, enjugue las lagrimas calientes del alivio y la verguenza. Que nos abrace mientras sentimos la marea menguante de nuestro odio y esa forma de bochorno aun mayor a la que da paso. Que nos rocie con lavanda para ocultar el olor de la sangre en las yemas de los dedos y el hedor de la matanza en la barba. La necesidad de una mujer que nos diga que somos suyos y que aleje la muerte de nuestros pensamientos. Que sofoque nuestra curiosidad sobre como sera hallarse ante el Trono del Juicio, que elimine nuestra envidia de quienes han ido antes que nosotros a ver al Todopoderoso tal como es, y aplaque las dudas que se retuercen en nuestro estomago, sobre la existencia de la vida despues de la muerte e incluso del propio Dios, porque los caidos estan absolutamente muertos, y ya no parece existir ningun cometido superior