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Yo solo estaba triste, inconcebiblemente triste. Semejante al sacerdote a quien arrancaran su divinidad, no podia yo, sin desconsoladora amargura, desprenderme de aquel mar tan monstruosamente seductor, de aquel mar tan infinitamente, variado en su espantosa sencillez, que parece contener en si, y representar en sus juegos, en su porte, en sus coleras y sonrisas, los humores, las agonias y los extasis de todas las almas que han vivido, viven y viviran. Al despedirme de tan incomparable hermosura, sentiame abatido hasta la muerte.